Día 63

Fue un día especial. Ese sábado 14 de marzo caminé de nuevo por aquellas calles que tantas veces transité de adolescente, en esa ciudad donde hice amistades de las que duran para siempre.

Era media mañana y podía recordar muchos de los negocios sobre la avenida principal que ya no estaban más. Se habían ido, pero los recuerdos eran muy vívidos y tenía en el estómago una sensación indescriptible como cuando revives aquellas etapas de la vida. Estaba feliz por estar ahí. Y cómo no estarlo si además de poder ver a algunos de mis amigos de la preparatoria estaría presentando mi libro. No podía pedir más.

Ese día pasó tan rápido que todavía recuerdo como si hubiera sido ayer el momento en el que nos aventamos un palomazo y, como quizá 25 años atrás, me subí a un escenario junto a mis amigos y cantamos aquellas canciones de Caifanes que marcaron nuestra época. Cuando menos lo pensé estaba ya de regreso, trepado en el autobús, de camino a casa.

Volvía a una realidad que no tenía ni idea de que se venía gestando semanas atrás. Llegué esa noche para asimilar que comenzaba la cuarentena: ese aislamiento utilizando como justificación la pandemia de la que todo mundo hablaba. Parecía entretenido de entrada, aunque en el fondo no representaba un gran cambio para mi pues desde hace dos años trabajo desde casa una gran parte del tiempo así que estar aquí encerrado no implicaba mucho cambio a mi rutina. Pero no para mis criaturas.

Fast-forward dirían los gringos, hoy es el día 63 desde que comenzó el encierro. Y lo que pensaba que sería un día en el parque, ha sido todo un reto; uno muy desgastante y al que traté de evadir con todas mis fuerzas.

Estar aislado del mundo exterior (considerando que solo he salido para temas muy específicos como ir al supermercado, al banco o a comprar garrafones de agua) hizo mucho más palpable esa relación que por mucho tiempo traté de mantener a raya y no darle mucho tiempo aire en mi mente: la relación conmigo mismo.

Este encierro en lo personal ha sido como una montaña rusa emocional. Me ha dejado exhausto ese desgastante pensar en todo aquello que me preocupa, en la forma en que tendrá que resolverse. Ha puesto de manifiesto esos dragones internos que no han sido domados y quienes han estado tratando de tomar el control desde el día 1.

Ha hecho más presente esa necesidad enfermiza por el control que toda mi vida he acarreado y que en los últimos años he tratado de hacer las paces con ella. Ha sido un verdadero reto el sentarme a introspectar, a voltear hacia dentro, a sacar los muertos debajo de la cama, a aceptar dónde estoy y cómo estoy, y lo más anecdótico de todo: a apreciar precisamente dónde estoy y cómo estoy.

Ha sido un periodo en el que de alguna u otra manera he cuestionado muchas de mis creencias. Pero también uno en el que he aprendido a apreciar ese presente que tengo y que me hace pensar en todo aquello que sí me gusta pero también en lo que no me gusta; lo que sí quiero y lo que no quiero para mi en la vida. Ha sido un periodo en el que he encontrado valor a ese contraste que la vida te presenta y del cual sacas todo lo necesario para evolucionar y expandir la existencia.

63 días después, hoy, me siento más cómodo. Los problemas no se han resuelto, pero creo que por fin he logrado verlos desde otra perspectiva. Para alguien tan controlador, pensar que la vida puede encargarse de las cosas y pensar que todo funciona siempre y que aquello que hoy parece “malo” no es más que una lección disfrazada que trae consigo un aprendizaje que puede hacerte crecer, es realmente algo así como un alebrije: algo bonito de ver pero que sabes que en realidad no existe. O al menos eso fue lo que me enseñaron.

Hoy he decido confiar en ese alebrije. Hoy he decidido que todo, indistintamente de la temporalidad del hoy, está bien. Y estará bien. Siempre.

63 días después me siento más conectado conmigo mismo. Las cosas de mi que no me gustan siguen ahí. Los miedos que siento en el estómago no se han ido del todo. Pero a diferencia de antes, hoy creo que yo he tomado el control del volante y en lugar de luchar contra esos miedos y buscar bajarlos del auto a punta de patadas, he decidido darle su lugar en el asiento de atrás. No lo quiero siquiera de copiloto, pero si atrás, porque al final ese miedo es como un medidor que me hace sentir cuando algo no me gusta, cuando algo me prende una alarma. Hoy valoro su existencia y prefiero verlo ahí sentado, a través del espejo retrovisor. Pero ya no con sus manos en el volante.

No tengo muy claro cómo se desenvolverán las cosas una vez que las actividades diarias se retomen. Pero lo que sí tengo claro es que yo podré desenvolverme mejor en ellas.

Dentro de todo este caos, de todo este revuelo, 63 días después, para mí esto ha sido más una bendición.

Y las que siguen.

 

Fotografía tomada de Eduard Militaru on Unsplash

Leave a Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *

Scroll to Top