¡Es que la culpa es del otro!

¿Cuántas veces te has cachado repartiendo culpas por alguna situación que estás viviendo o experimentando?
 
¡Es que si ella (o él) no hubiera hecho eso! ¡Es que ahora soy yo quien tiene que arreglar la situación! ¡Ahora tenemos que pagar justos por pecadores! ¡Por tus necedades estamos donde estamos!… y así podríamos seguir con la cartera de juicios en lo que la culpa siempre es del otro… ¿o no?
 
Y es que culpar al otro de lo que nos pasa es hasta sabroso. Algo “mágico” pasa siempre que culpamos a alguien más de lo que vivimos: sentimos que nos liberamos de la responsabilidad y, al traspasársela al otro, creemos (aunque mejor dicho, nos engañamos) que hemos quedado eximidos. Entonces yo no tuve nada que ver y en automático pasamos a ser la VÍCTIMA.
 
O bien, ya en un caso de un poco más de madurez emocional, ya no le echamos la culpa al otro, sino que ahora nos la pasamos recriminándonos a nosotros mismos. Nos sentimos culpables y vivimos con esa piedra sobre la espalda que no nos deja ni respirar. Y de igual manera nos sentimos víctimas… solo que ahora la víctima es también el victimario: yo mismo.
 
Indistintamente del caso (e irónicamente me atrevería a decir), cuando tomamos inconscientemente el papel de víctimas lo que estamos buscando es que los demás sientan empatía con nosotros, que se pongan de nuestro lado, que vean cuanto sufrimos, que me consideren (y yo me sienta) inocente y que, por tanto, puedan validar la justificación que yo mismo estoy tomando al decidir (consciente o no) ser la víctima del cuento. Nos encanta nadar en el mar de la autocompasión, del “¡ay, pobrecito de mi!”. Y acabamos comprándonos nuestro propio cuento.
 
Tomar continuamente el papel de víctima tiene un efecto que quizá muy pocas veces nos detenemos a analizar: ser la víctima implica que entregues todo tu poder. Es decidir que la forma en como nos sentimos siempre dependerá del otro y de lo que pase afuera. Ser víctima es decidir seguir comportándonos como niños y evitar tomar la responsabilidad de mi vida, de mis decisiones y de mis creencias.
 
Cuando entendemos que nada de lo que nos pasa tiene que ver con los demás sino conmigo mismo, es cuando comenzamos a tomar consciencia. Es cuando empezamos a hacernos responsables de nuestras decisiones y de las consecuencias que éstas traen consigo, positivas o negativas.
 
Y entonces dejaremos de culpar al otro pero también dejaremos de culparnos a nosotros mismos. ¿Me equivoqué? Acepto la consecuencia, trato de arreglar lo que sea arreglable, tomo el aprendizaje de la experiencia y SIGO con mi vida.
 
Ser un maduro emocional comienza por darnos cuenta precisamente de la responsabilidad total que tengo sobre lo que pasa conmigo. Las culpas, y por lo tanto las víctimas, dejan entonces de existir.
 
 Pax 🤟🏽
 
Por cierto, si aún no te has dado una vuelta por el podcast, te invito a escucharlo. Cada que encuentre un tema interesante estaré compartiéndolo contigo a través de estas plataformas. Abajo las ligas dependiendo de la app que utilices. Y si te gustaron los episodios, ¡suscríbete!
 
 
 
 

Leave a Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *

Scroll to Top