La rifa del cuadro

Ya casi terminaba el semestre escolar y ella estaba en las últimas semanas. Trabajos, exámenes y más trabajos. Prácticamente estaba ya con un pie fuera de la escuela cuando de repente manda un mensaje histérico en el grupo de WhatsApp de la familia con una foto: la pantalla de la computadora estrellada. Caos.

Estaba toda alarmada. Ya me imagino, teniendo mi información transgeneracional, todo lo que le debió pasar por la mente. Seguramente eran un cúmulo de emociones y la mente y el cuerpo no le daban para procesar todas al mismo tiempo. Su laptop nueva, aquella que se la habían regalado para su nuevo año escolar estaba tuerta. 

Mientras miraba el espejo retrovisor, solo alcancé a escuchar un claxon despavorido. Sentí como una camioneta golpeaba la parte posterior del auto de la familia cuando lo sacaba de la cochera. Yo tendría más o menos su edad, quizá un año menos. La adrenalina me invadió el cuerpo. Recuerdo claramente que comencé a hiperventilar. No sabía cómo era que eso había sucedido, pero el daño estaba hecho. Era un golpe en la defensa y una calavera rayada. Ahora que lo pienso en retrospectiva, realmente era un rozón mínimo que algo de pulido y encerado finalmente terminarían por arreglarlo. Pero la digestión emocional del momento se quedó por un buen rato.

Salieron mis papás todos alarmados pero al verme bien, fuera del auto, les volvió el alma al cuerpo. La persona era un conocido de la familia y al final mi papá se quedó arreglando el asunto. Yo lo único que pude hacer fue subir corriendo a mi cuarto, encerrarme en el baño y soltar todas las emociones en forma de lágrimas. Lo recuerdo todavía y en verdad me da ternura mi yo de hace 30 años sufriendo el evento de esa manera. Realmente era menor pero para mi mente eso era una verdadera tragedia. La novela que se escribía en mi cabeza pudo haber sido digna de publicarse en el entonces famoso Readers Digest.

Ella estaba toda preocupada. Quizá pensó que la íbamos a regañar. No sabía cuánto podría costar la reparación. Pero, creo yo, todo eso era nada en comparación con los juicios que muy probablemente (y seguro de manera inconsciente) se hacía sobre ella misma. Yo lo recuerdo. Yo me tachaba por un completo idiota por no haberme fijado si venía un auto por la calle. ¿Cuánto costaría la reparación? ¿Serían suficientes mis ahorros? ¿Qué estarían pensando mis papás de mí? ¿Me volverían a prestar el auto? ¿Y si vuelvo a chocar? Recuerdo lo desgastante que fue esa novela para mi y me imagino que en ese instante lo estaba siendo para ella.

Trató de explicarnos lo que había pasado. La punta del cargador se había quedado sobre el teclado y al cerrar la pantalla el sandwich acabó por dañarla. Un descuido, solo eso.

Exaltada ella. Exaltado yo. El asunto logró despertar ideas y creencias arraigadas en mi, temas pendientes míos por procesar y que la vida me decía “ande mijito, sírvase para que acabe de integrar todo eso”.

Trataba de pensar claramente y decidir cuál sería mi siguiente frase. Solo recuerdo que solté un “¿y cómo lo piensas arreglar?”. Creo que no fue la mejor forma de decirlo porque lo único que logré fue avivar más el estrés que ella ya sentía.

Mis padres siempre me resolvieron todo lo que se me atravesaba por el camino. Quizá hubiera preferido, pensando hoy como adulto, que no habría estado mal que me hubieran dejado darme uno que otro tope en la vida. Y no es menospreciar lo que hicieron por mi pues entiendo que lo hicieron desde el amor y pensando que era lo mejor desde su perspectiva. Pero al resolverme todo, me privaron de que yo mismo lo pudiera hacer. Así transcurrió mi adolescencia y ahora de adulto, cuando tuve que procesar etapas intensas en mi vida, me costó trabajo saber cómo gestionarlas emocional y físicamente. 

 Yo había tomado un camino distinto con mi hija aunque quizá debí haber escogido una situación más suave para comenzar con esto.

Por días evitó tocar el tema pero todos sabíamos que llegaría el momento de hablar del elefante blanco que estaba en medio de la sala, que todos veíamos pero también evitábamos. 

El proceso fue muy demandante emocionalmente para ella. De alguna manera también nosotros como papás le habíamos resuelto varias cosas y, afortunadamente, tampoco se había enfrentado a un tema que demandara de ella agudizar su mente para resolver un tema.

Si bien la reparación era costosa, nada nos costaba a mi mujer y a mi mandarla a arreglar. Hubiéramos pagado el equivalente al pulido y encerado del auto de mi adolescencia. Pero nuestro interés más profundo era ayudarla a integrar algunos aprendizajes super importantes en la vida:

  1. Toda acción tiene una consecuencia y hay que hacerse responsable de ella.
  2. La vida es así, llena de situaciones que tenemos que resolver. No nos pasan cosas malas. Nos pasan situaciones que nos permiten experimentar la vida y nos ayudan a crecer y a madurar. Este caso era uno de ellos pues tenía que tomar las riendas del asunto y resolverlo.
  3. Nunca estamos solos. Siempre alguien más, algo más se manifestará en el proceso… pero uno debe ser el que tiene que dar el primer paso.
  4. Todo problema tiene una solución y si no, toda experiencia tiene un aprendizaje.
  5. No debes tener miedo a cometer errores mientras estes dispuesto a aprender de ellos y seguir caminando.
  6. En la vida muchas cosas son como aprender a patinar: si lo haces a una edad temprana, siempre recordarás cómo hacerlo. Ya más grande, más azotes.

Y entonces le fuimos poniendo opciones sobre la mesa hasta que decidió que organizaría una rifa de un cuadro que recién acababa de pintar. Le había quedado lindo y seguramente quien lo ganara lo podría colgar en un lugar para lucirlo.

Tuvo que aprender sobre las rifas, la lotería nacional, cómo organizarla y, sobre todo, a manejar el nervio, la pena y el miedo al rechazo para lanzarse a vender los boletos que ella tendría que organizar. La avalancha de amigos y familiares se hizo presente y en muy pocos días casi agotó los boletos que había considerado. Aún mejor. Había decidido pintar un segundo cuadro, aún más bello para mí, para darlo como segundo lugar pues pensaba que quizá uno no era suficiente.

La rifa del cuadro sin duda será una experiencia que no va a olvidar. Muy seguramente cuando la vida le ponga un reto y quizá no esté yo para ayudarla y atravesarme por ella, sabrá que en su interior tiene lo necesario para hacer una rifa que venga a componer la pantalla de su adolescencia. Y eso le ayudará a determinar cómo enfrentar lo que la vida le ponga en el camino: como víctima o como maestra.

Curiosamente, años después, hice trizas un auto. 

Creo que la decisión que tomamos de llevarla a enfrentar el tema fue una apuesta que teníamos que hacer, que al principio hasta me asustó pero que al final las cosas se fueron dando de la mejor manera. Ella había tomado la decisión de dar el primer paso y moverse de su posición inicial y la vida le había sonreído, como siempre lo hace.

Además se dio cuenta que haciendo lo que más le gusta puede llevarla a un camino de abundancia. Con eso me fui pando.

Gracias vida por esta experiencia, aunque quizá la pantalla la pudiste haber puesto un poco más barata.

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