Era el tercer cuarto. El juego estaba apretado y yo sentía que se me salía el corazón del pecho. En verdad extrañaba estos juegos, el chillar de los tennis en la duela y el sonoro ruido del balón al botar. Sentí como si yo, a través de ella, fuera quien jugaba ese partido.
Ya estaban cansadas pues solamente tenían a una compañera para hacer cambios. Pero estaban dándolo todo y en sus caras se veía lo extenuante del juego. Una energía tal que me preguntaba de dónde salía. Deseaban con todo ganar, pero estaban enfocadas solo en su juego, en hacer lo que habían venido practicando y, sobretodo, en la primera regla que cada juego le recuerdo: ¡disfrutar al máximo y divertirse!
Todo el juego había estado evadiendo intentar un tiro o quizá colarse hasta el fondo y lanzar el balón al aro. Su coach le decía que tirara, que se fuera hasta el fondo, que lo intentara… pero algo que parecía más allá de ella la frenaba. Me sentía perfectamente identificado. Quieres hacer el tiro pero el miedo te frena. O quizá el no querer fallar. Una vez más la jugada terminó en un pase a una de sus compañeras. Ya no recuerdo si finalmente la canasta cayó.
Su juego había mejorado mucho desde que comenzó a entrenar en ese club. Sus compañeras, ya más curtidas con la experiencia del juego, le servían de ejemplo y para ella esa red de soporte era invaluable. “Me gusta el basket porque ahí están mis amigas papá”, alguna vez la escuché decirme. Esa es su pasión, correr, aprender, entrenar… pero sobre todo convivir y divertirse.
La pandemia había venido a darle al traste a todo eso, como a todos. Los entrenamientos se suspendieron por algún tiempo. El modo virtual se hizo presente en la escena y los juegos en torneos quedaron en el tintero hasta nuevo aviso. Ella deseaba con todas sus fuerzas seguir entrenando y sus coaches encontraron la manera. Pero como todo lo que por un tiempo no se usa, se empolva.
Y curiosamente el empolvamiento era más en lo mental que en lo físico. Perder la condición mental muchas veces es más fuerte que perder la física. La práctica, la condición, es rápidamente recuperable. Pero la parte mental es la más retadora.
Algunas de sus compañeras se habían cambiado de club y a otras las habían convocado a la selección del estado donde vivimos. Las “fuertes” ya no estaban y yo sentía en mi corazón lo que todo eso de alguna manera significaba para ella. Pero sus coaches, sensibles a esto y quizá hasta acostumbrados en ser uno de los semilleros de esta práctica, la mantuvieron siempre enfocada.
Mi mente regresó al juego. Tomó el balón, se quitó a una defensa y se coló por el lado derecho hasta quedar a media distancia del aro. Se armó de valor, la sentí respirar de forma calmada para alinear sus fuerzas, como siempre le digo en cada juego, y lanzó el balón hacia el aro.
La canasta cayó y además de disfrutar los dos puntos que eso significaba, ver su cara fue lo que me hizo sentir pleno. Algo tan sencillo como una canasta había fortalecido su auto-confianza. Se había animado a tirar aún a pesar de que quizá por su cabeza pasaba la pregunta que a todos nos paraliza: “¿y si la fallo?”.
El juego lo ganaron y eso le supo a gloria. Y justo cuando pensé que ya había visto todo, que ya no había otra cosa que añadiera más disfrute a la experiencia, escuché a su coach decirle mientras ella regresaba a la banca: “ya estás lista, solo falta que tú te la creas”.
Y sentí que la vida, juro por aquello más sagrado que tengo, me estaba hablando a mi. Vi pasar en mi mente todos mis proyectos, mis logros y mis fracasos profesionales como una película a una velocidad estrepitosa. Recordé como en innumerables ocasiones me había sentido, y me siento aún, no listo par intentarlo de nuevo, para hacer algo que jamás haya hecho antes. Sentí en el estomago el miedo que da sentirte frágil y pensar en todo lo malo que pueden salir las cosas. Y de repente, estaba ahí viendo mi espejo, en mi hija, a la vida diciéndome “¿qué mas da si la canasta cae? Inténtalo… Si cae, disfrútalo y grita como loco, corre como si el maldito mundo fuera a acabarse en un suspiro.. pero y si fallas, solo aprende que pudiste haber hecho distinto, digiere esa frustración temporal y enfócate en el siguiente balón que llegue a tus manos porque a la vida jamás se le acabarán las ganas de seguir dándote juego”.
Gracias hija porque ese día me recordaste lo satisfactorio que se siente saberse vivo y recordar que mi vida es un laboratorio de experimentos y que el éxito no está relacionado a las canastas que meta, sino a las experiencias que viva en mi cancha, al disfrute de cada uno de los minutos mientras dure el juego, a las personas con quienes comparta la duela y a mis coaches que siempre ven, a pesar de mi, lo mejor en mi.
Ha sido uno de los mejores momentos de mi vida.
*Fotografía de Markus Spiske en Unsplash