Madera de campeón

“Ser un campeón requiere mucho más que ser un jugador fuerte… requiere ser también un ser humano fuerte” – Anatoly Karpov

Este fue un fin de semana de locura.

Una de mis hijas participó en un torneo nacional de basketball. Eran más de 400 equipos de tres países, y más de 5,000 jóvenes atletas en este deporte de alto octanaje.

Fueron juegos intensos, llenos de adrenalina. De euforia ante la canasta que caía, del partido que se ganaba. Y también de tristeza y frustración cuando las cosas no salían como se esperaban, cuando perder un juego implicaba estar al borde de la eliminación. De tensa calma mientras se esperan otros resultados.

Para mi como padre fue una experiencia inigualable. Grite y me emocioné como nunca. Amo este deporte.

Y como profesional ésta también fue una gran oportunidad para observar y aprender, para reflexionar y compartir.

¿Qué hace a un campeón?

Aunque quizá la pregunta de fondo es ¿qué convierte a alguien en un campeón?

Sin duda los campeonatos. Eso es seguro. Medallas y trofeos.

Pero quiero ir más allá.

¿Qué pasa en el interior de un jugador, en su mente, en su alma, cuando está en medio de toda esa euforia y tiene un deseo innato de dar todo, de dejarlo todo en la duela, más allá del resultado?

Y no hablo de ganadores y perdedores.

Me tocó ver ganadores apenas emocionados con el triunfo, quizá porque hubieran preferido estar más minutos en la duela. No sentían el triunfo suyo.

Y también vi como jugadores de equipos “perdedores” se reconfortaban entre ellos felicitándose por haber dejado todo dentro, a pesar del marcador. Por haberse atrevido a lanzar ese tiro o tratar de bloquear una colada. Sonrisas, abrazos y sacudidas de cabello. “Llegará nuestro momento”, se decían mientras recogían con ánimo sus maletas.

En el torneo tuve la oportunidad de palpar las reacciones de niños y jóvenes, atestiguar -aunque fuera por instantes- su concentración, su manejo emocional y su resiliencia.

Sus capacidades de procesar el triunfo y la derrota. La habilidad de dejar de lado lo pasado y focalizarse en el siguiente juego.

Jóvenes que incluso antes del partido sabían que se enfrentaban a los tiburones de su categoría y que saberlo no implicó que bajaran los brazos.

¿Qué hace que un joven de todo de sí, incluso cuando sabe que las posibilidades de lograrlo son casi inexistentes?

¿Qué hace que se comprometa con su equipo, que haga lo que le toca con su nivel máximo de energía y que esté ahí disponible para apoyar a su compañero si lo necesita?

Es la madera de la que están hechos.

Es su accountability personal.

Son atletas que toman con responsabilidad la disciplina que el juego requiere. Personas que, aún y en los momentos más complicados, saben reconocer sus emociones y hacen hasta lo imposible por gestionarlas de tal manera que no nuble su juicio ni limite sus fuerzas.

Son campeones que han ganado en su mente, en su interior, incuso si en el marcador han perdido el juego.

Son campeones que se han ganado a sí mismos y que cuando eso logran ponerlo en perspectiva, ya no hay nada más que ganar.

Sí, habrá que seguir trabajando, entrenando, jugando. Ganar y perder mil veces más. Pero el verdadero campeonato ya lo habrán ganado.

Eso, justo eso, es lo que hoy en día necesitamos en nuestras organizaciones.

Profesionales que tengan claras sus responsabilidades, que sean capaces de asumir con resiliencia las consecuencias -especialmente cuando éstas no sean las más agradables- y, sobre todo, decidir quiénes quieren ser en el siguiente instante de su vida.

Profesionales que se redefinan a sí mismos en cada momento, que asuman la responsabilidad de hacerse cargo de sus ideas, criterios y emociones. Personas dispuestas a jugar el juego más intenso de la vida… aquel que es contra uno mismo.

Fue curioso ver incluso coaches que, al perder un juego, recriminaban las fallas a sus jugadores, no como ejercicio para aprender de los errores señalando aquello que debe ser mejorado, sino como válvula de escape ante una presión intensa mal manejada y no haber logrado el objetivo.

Esos juegos fueron sin duda un tamiz igual para jugadores y entrenadores. En los momentos de felicidad todo era sonrisas y festejos.

Pero el momento más crucial fue cuando quedó en claro el material de que estaban hechos en el momento en el que el fracaso tocó a su puerta.

El equipo de mi hija perdió en semifinales.

Dolió. Irían a buscar el tercer lugar.

Lo tuvieron en sus manos. Sí. Pero ellas mismas son las que jugaron y perdieron.

Y a la luz de la derrota, solo quedaba una pregunta: ¿cómo quieren despedirse del torneo?

¿Quienes quieren ser en ese último juego?

Esa es la verdadera decisión que convierte a una persona en campeón de sí misma.

Porque habrá millones de cosas que no podrás controlar. Pero si en tu mente has ganado, en la vida habrás ganado también.

Y eso es lo que en nuestras organizaciones falta: un hambre por ser mejor solo por el afán de serlo.

Si logramos crear esos ambientes, tendremos a un equipo de jugadores dando el máximo de ellos a cada instante.

Y cuando eso pasa, no hay de otra más que ganar.

Finalmente regresamos a casa con una medalla.

Sin duda, uno de los fines de semana más energizantes de mi vida

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